Pinacoteca

miércoles, marzo 15, 2006

Desavenencia o la ruptura

Carlos sólo tiene que tocarme la pierna o el brazo o acariciar mi cara para que sucumba a sus deseos. Estoy adicta al sabor de su boca, al olor de su pelo, a la tersura de su piel...

Ah, pero, ¡qué valga la aclaración! Carlos y yo somos amigos y nada más. El mundo se obsesiona con que somos novios, pero yo no entiendo por qué se les hace tan difícil comprender. ¿Es que no queda claro? ¡Por Dios! ¡Qué obsesión tiene la gente con categorizarlo todo!

Mis padres son los primeros. Ahora, como creen que Carlos es mi novio, me han prohibido verlo en días de semana, supuestamente porque me distrae de mi verdadero trabajo: estudiar. Ellos, que nunca se han inmiscuido en mis asuntos escolares, siempre y cuando no corte clases y saque buenas notas, me han obligado a inventar actividades en el colegio para poder encontrarme con Carlos.

Los días en que tengo "práctica del club de actuación" o "voy a estudiar a casa de alguna amiga", Carlos me recoge en el colegio. Imaginen la escena: A la hora de la salida, todas nos paramos afuera viendo a quien la recoge la mamá o el papá y a quien la busca el novio o con el que sea que está saliendo al momento. Obviamente, son más "cool" las que se van con los novios que las que no, y más en un colegio de niñas.

A una de mis amigas siempre la buscan en BMW o en Mercedes. Carlos llega hasta la entrada del colegio en un Buick Century, azul y viejo, que su mamá le compró luego de que estrellara su BMW en un poste eléctrico. "Para que choques donde te de la gana ahora", le dijo cuando se lo dio. ¡Y lo cuida más que al mismo BMW! Bueno, el punto es que él tiene en su carro algo que los novios de mis amigas no tienen...el equipo de música.

El ritmo que retumba hasta en los salones anuncia que ha llegado y que pronto estaremos juntos. Mi cuerpo ansía el suyo, hasta en las clases, especialmente la de biología, que es tan aburrida. Dejo los libros en el casillero, me llevo los que necesitaré para estudiar y salgo corriendo a su encuentro, casi sin despedirme de mis amigas, a no ser que me quede sin transportación porque no me quiso esperar.

Cuando subo en su carro, le doy un beso en la mejilla, como a todas mis otras amistades, porque él nunca me besa en público. A veces, me agarra la mano cuando estamos solos, pero ¿besarme en la boca frente a otras personas? ¡Jamás! Ese es un acto prohibido. Nos vemos confinados a encuentros secretos, donde nadie se entere que nuestros cuerpos ya se conocen.

Por esto, hicimos de su carro nuestro templo y el asiento delantero un sustituto barato de una cama - una comodidad difícil de encontrar. Si queremos estar juntos, tenemos que recurrir a otros sitios, además del carro, como los parques de urbanizaciones, las asoteas de edificios y hasta hoteles baratos, de ésos que se pagan por hora. En alguna ocasión, estábamos en una fiesta del colegio, a las que a Carlos le gusta ir (porque a mí no me gustaban mucho antes de empezar a salir con él), y nos dieron deseos de comernos mutuamente. Subimos al Buick y nos fuimos a un parqueadero, cercano y solitario. Salimos del carro, me subió la falda y me sentó sobre la parte delantera. Sólo pensaba en la posibilidad de que alguien nos encontrara, que nos vieran en esa posición...Me bajé y le mostré mi trasero. Lo acercó hacia él y quedé ciega, aunque había luces encendidas en todo el parqueadero. Sentí un martilleo incesante, un hormigueo insoportable y luego, una erupción. Me arreglé de camino a la fiesta. Al llegar, nos regañaron porque no estábamos supuestos a salir. Cuando nos preguntaron a dónde fuimos, inmediatamente contestamos que a comer postre.

La gente comenzó a asumir que, si salía, Carlos también iba a ir. ¡Cómo si yo no pudiese salir sola! Así que, de vez en cuando, hago planes con mis amigas. Yo no puedo estar todo el tiempo con él, eso no es saludable. Al fin y al cabo, estos son los mejores años mi vida, ¿no? ¡Los tengo que disfrutar! Hicimos un grupo para ir a una disco y, como Carlos y yo somos amigos, pues no le dije nada. Me fui con ellas y ya.

El muy estúpido se apareció allá y armó un escándalo. Yo, no entendía por qué. Si somos amigos... los amigos pueden salir solos. Fue entonces que me explicó que él es el que puede salir solo, "sin permiso", que yo no tengo ese derecho. Lo miré incrédula. "¿Cómo que tengo que pedir permiso? Las personas que tienen que dármelo, mis papás, me lo dieron. Yo a ti no tengo que pedirte nada." Uff. Para que fue eso. Me obligó a irme de la disco con él y estuvo todo el camino hasta mi casa, regañándome por lo que había hecho mal. En fin, que le debí haber dicho dónde iba a estar. Como él mismo dijo, si le hubiese dicho donde estaba, él no se hubiese preocupado tanto por mí y no hubiese pasado el mal rato que pasé.

Cuando tengo alardes de insurgente - así es que él dice - como el del incidente de la disco, Carlos me castiga. Alega que siempre tiene que saber dónde estoy y con quién. Para mantenerse al tanto de mis andares, me compró un celular al que me llama constantemente, más cuando me llama a casa y no contesto. ¡El pobre se preocupa tanto por mí!

Hace poco, en casa de uno de sus amigos, fui al baño para refrescarme (hacía mucho calor ese día) y Carlos me siguió. Me senté en el tope de mármol para hablar con él, pero tenía otra idea de lo que podíamos hacer con el tiempo. Traté de negarme pero es imposible decirle que no a sus caricias. Allí me comió rápidamente, tanto así que terminé desaliñada e insatisfecha. Me miré en el espejo y ví a alguien que no reconocía pero fue sólo un instante. Me eché agua en la cara. Al verme reflejada nuevamente, sólo encontré una sombra sin nombre.

Ese día, decidí dejarlo. ¿Qué hago yo con alguien que no me considera? Dentro del Buick y antes de que me llevara a casa, le dije que no podíamos seguir así; que no merecía el trato que me daba; que yo valía mucho. Entonces me dijo que él no me entendía, que desde un principio yo sabía que él no tenía novias, sólo amigas. "Somos amigos, ¿verdad?", me pregunta como herido. "Sí, claro. Siempre vamos a ser amigos, pero, eso de acostarnos, pues, es que, eso tiene que parar...", le contesto con firmeza. "Bueno, si eso es lo que quieres...¿No me das un beso de despedida?"

El nudo en mi estómago se intesifica y, mientras me acerca a él, mi piel se hace hielo. Al besarme, transmite el elixir de siempre y no tengo ninguna objeción a que lama mi oreja, mientras su mano hurga bajo la falda del uniforme. Abre los botones de la camisa con una mano, uno a uno, sin sacar la otra de donde se encuentra. El brassiere queda expuesto y sólo entonces amarra mis pechos con sus dedos y los lleva a su boca. Siento la humedad involuntaria en la entrepierna. Con una mirada y un movimiento de manos, caigo sobre él. Lo siento hasta en la boca del estómago. Algo se rompió y no sé qué fue.

miércoles, marzo 01, 2006

De espaldas

Ya escucho a José roncar. Hasta con la puerta cerrada se percibe el alboroto. Parecen bramidos. Al menos ahora puedo ver mi programa tranquila. Sí, porque con lo mucho que me sirve el José este de hombre…Por eso me las arreglo yo solita, solitita. Hay veces que los compañeros preguntan porque ando de tan mal humor. ¡No les puedo decir! Esas cosas no se hablan en el trabajo.

Entro al sitio web. Ni tan siquiera tengo que buscar donde se encuentran los videos. Llevo tanto tiempo visitando esta página que llego sin mirar. A veces pienso que soy un robot pre-programado, con las emociones digitalizadas; un ser frío que no necesita de pasión. Llevo una vida que me parece vacía, insignificante. Nadie lo ve porque me escondo detrás de mi sonrisa (todos dicen que tengo una sonrisa linda).

En casa me quito la máscara y soy otra, la que los demás no ven. Cumplo con hacer la comida y mantener la casa limpia, ordenada y recogida y al José que ni se me acerque porque sino me lo llevo enredado con la furia de mis palabras. Los pocos momentos de sosiego y felicidad me los provee “Los zapatos rojos” y no permito que nadie se interponga entre el computador y yo. Es mi ritual; lo único que me mantiene viva.

Las imágenes del episodio del tren comienzan a rodar por mi vida. Un extraño. Guapo, porque los hombres en estos programas siempre lo son. Preferiblemente que no se parezca en nada al José. Así que tendría que ser de pelo claro y ojos oscuros. El físico no importa porque la verdad es que mi marido hace tiempo dejó de parecerse al hombre del que me enamoré. Yo me he mantenido, a fuerza de que siempre me recuerda que tengo que verme bien para sus colegas. Los compromisos sociales que hemos adquirido a través de nuestros diez años de convivencia pesan como vaca.

En el tren llevo puesto un traje de los años 20, algo continental y elegante. Las mujeres de esa época siempre llevaban ropa distinguida, con sombrero, guantes, joyas, medias de nylon, tacones altos, el cabello arreglado en forma de paje, sólo unos labios rojos y relucientes, polvos y mascara como maquillaje. Mi nombre, Dorothy; el de él, Edward. Nos conocemos durante el abordaje, antes de descubrir que viajaremos juntos al mismo destino.

El viaje es largo y aburrido. Es verano. Hace calor. Edward y yo cenamos juntos en el carro de la comida. Los movimientos del tren hacen que él caiga sobre mí. Siento su cuerpo presionar sobre el mío, su aliento sobre mi cuello, su mano que roza el lado de mi seno. Se disculpa. Le digo que no hay de qué excusarse, que no pasó nada. No quiero dejarle saber que ha encendido mi pasión, que hace un tiempo enviudé y desde entonces no siento el calor de un hombre cerca.

La noche continúa y aún no hemos llegado a nuestro destino. Otros pasajeros suben y bajan pero Edward y yo permanecemos, hasta el final, hasta la última ciudad a la que llega este tren. El calor es exasperante. Me levanto para refrescarme incómodamente en el baño. Al salir, encuentro que Edward está esperándome. Me toma por la cintura y me besa los labios con fervor. Estos envían choques eléctricos que recorren mi cuerpo, despertándolo de su marasmo.

Trato de satisfacer mis deseos agraviados por la falta de atención del José, mientras hundo la mano en el surco del pubis para descubrir la humedad ansiada. Edward hace que me moje, que mi cuerpo ondule, se contorsione. Imagino sus besos sobre mis pechos; sus manos febriles los frotan antes de hurgar entre las piernas. Luego aprisiona ambas caderas y las sostiene cerca de las suyas. Presiona con toda su fuerza. Estoy lista para recibirlo.

Abro los labios de la vulva y froto debajo de los panties, le doy masajes, creo tocar fondo pero no llego. Sigo magreando, mientras veo como Edward vuelve a ponerme contra la pared al salir del baño una y otra vez pero no lo alcanzo. No entiendo por qué. Edward es el hombre que siempre he deseado, viril, decisivo, masculino. ¿Qué falta? Molesta, apago la computadora. Voy al cuarto. Allí está José. Sigue roncando. Trato de levantarlo pero no puedo. Entro a la cama y me acerco a él. Está de espaldas. Me acomodo justo detrás, como cucharas de lado. Subo la pierna para posarla sobre la de él y oprimo, no su pierna, sino los músculos pélvicos. Aprieto una y otra vez hasta que alcanzo el orgasmo que tanto he buscado sin que el José se dé cuenta.

- ¿Terminaste? – pregunta, semidormido, su voz mustia.

Pintura:
Amadeo Modigliani
Desnudo de espalda, 1917.