Paciencia
ven a mí.
Rescátame
del desespero,
de la cotidianidad
mundana,
del hastío
que se ha apoderado,
de mi corazón
absuelto de pasión.
Estaba sentada en el avión que me llevaba en un viaje un tanto inesperado. Cinco días en París. Sola. Siempre pensé que iría acompañada de algún ser querido y no me refiero a alguien de mi familia. Un novio, un amante, un esposo. No poseo de alguno de esos, ni novio, ni esposo, tan siquiera un amante que esconda los secretos de nuestras noches juntos. En cambio, tengo una familia numerosa con la que vivo. Somos demasiados en una casa que sólo debiera tener a cuatro personas. Ahora carga siete, más los animales, nueve. Mucha gente en poco espacio.
El caos de la casa me perseguía al trabajo, un periódico de negocios nacional, donde el día se iba apagando fuegos, haciendo y recibiendo llamadas, escribiendo y contestando correos electrónicos, buscando información para redactar artículos sin muchas veces encontrar el tiempo para redactarlos. De la oficina, pasaba a la universidad dos veces en semana, para completar el grado de maestría que me calificará como escritora. Ciertamente, no tenía tiempo para pensar en nada que no fuese el trabajo, la familia y los estudios. La paz me eludía.
¿Y yo qué? ¿Dónde encontraba el espacio para el silencio, ese que ayuda a purificar el alma, clarificar intenciones, sosegar las angustias? Para ese no había tiempo. En cambio, sobraba tiempo para resolver los problemas de los demás, para hacer tareas de la universidad, para trabajar horas extras sin remuneración, para olvidar mi vida social. Día tras día, me ahogaba en el mar de las responsabilidades que se acumulaban, que irrumpían en mi vida como olas y se iban de forma repentina, sólo para ser sustituidos por otras olas, otras necesidades.
No vivía. Subsistía. Las cosas que antes eran placenteras, como leer, escribir, salir a comer con los amigos, ir al cine, las había echado a un lado. Me había convertido en una persona que no era, alguien que parecía más máquina que ser humano, sumida en las cotidianidades sin permitirle respirar al "yo" que siempre se lleva dentro. Decidí rescatarlo poco a poco. Los domingos iba a un café a pasar el día. Cierto, estaba estudiando y me rodeaban millares de desconocidos. Pero al menos, nadie me molestaba y mi imaginación podía volar, aunque fuese por unas horitas a la semana.
Pero esos días en el café una vez a la semana no eran suficiente. Y el trabajo era una fuente de tensión continua. Al fin pude ver que no podía seguir así. Algo tenía que cambiar. Mi jefa me ayudó a tomar la decisión. Decidí que ya era hora de recuperar el yo perdido. Dos semanas después de esa revelación, renuncié al periódico sin tener otro trabajo alineado.
Un día después de mi último día de trabajo, salí en el avión que me dejó ver el viento. El mismo que me cargó en una nube hasta París. Al llegar al hotel Caulaincourt, sucumbí al cansancio provocado por el cambio de hora, las largas horas enclaustrada en un avión, el estrés que llevaba meses corroyéndome. Dormí y desperté para ir a comer a un restaurante de comida asiática cerca del hotel. Caminé por las calles, sin comprender lo que la gente hablaba; observé que las luces no son tan brillantes en Montmartre de noche.
Regresé al hotel para continuar el ritual de desprendimiento. Encontré en el televisor una película en francés que no entendía. Sin embargo, no podía despegarme de la pantalla. Me gusta pensar que era una historia de amor imposible porque uno de ellos estaba enfermo en el hospital. No recuerdo exactamente lo que creo que sucedió pero sé que hablaban de mí en esa película. Lo sé.
Al día siguiente, decidí revisitar algunos sitios: les Jardines de Tuileries, les Champs-Elysées, Pont Neuf. Compré una crepa de Nutella en un carro rojo al terminar las Tullerías, utilizando mi francés incomprensible. Había parado en ese mismo carro en mi viaje del año anterior y me invadieron los recuerdos de esos días de primavera. Esta vez hacía más frío, pero la crepa sabía igual de rica que siempre.
Llevaba un libro que había querido leer hace mucho tiempo y, por falta de tiempo, no lo había podido tocar. Me senté en un banco al cruzar la Plaza de la Concordia, justo antes de entrar a los Campos Eliseos. Saqué el libro de mi bolso y, bajo la luz de la tarde fresca, la brisa decidió revolcar mis cabellos. Comencé a respirar paz nuevamente. Y leí.
Foto: París en primavera, abril 2004.