Pinacoteca

martes, mayo 30, 2006

Paciencia


A mi hermana colombiana, en la distancia...

Paciencia,
ven a mí.

Rescátame
del desespero,

de la cotidianidad
mundana,

del hastío

que se ha apoderado,
de mi corazón

absuelto de pasión.


lunes, mayo 22, 2006

La detective de "Uñas color vino"

Casey se encontraba en su apartamento, tomando una cerveza fría, de las alemanas que le envía su prima de vez en cuando. Sobre el regazo tenía el sobre que contenía las fotos de la escena, pero en ese preciso momento, prefirió catar el refrescante y ligero sabor a clavos de especie que permeaba su Dunkel Weiss Bier. Ya se había puesto las pijamas de franela luego de una ducha larga bajo agua tibia. Sin embargo, no podía borrar de su cabeza la imagen de la mujer sin pies. Su carrera acababa de comenzar. Nunca había visto un caso similar a este. No había sangre. La cara fue mutilada; las huellas dactilares destruidas por ácido muriático. Encontraron evidencia que la mujer tuvo relaciones sexuales antes de morir. Saca las fotos para observarlas mejor. Las pasa poco a poco. Entonces, un detalle llamó su atención. Vio que las coyunturas donde antes estaban los pies tienen un patrón particular. No pueden haber sido cortados con cualquier tipo de instrumento. “¿Dónde? ¿Dónde he visto cortaduras similares?,” se atormenta con la pregunta. ¡Carnicero! ¡Es un cuchillo de carnicero!

domingo, mayo 21, 2006

Dudas

Las veces que me tuerzo en las preguntas,
esas que yacen en tu cuerpo
escondidas en secuestros amplios de promesas

comulgan con el mar de posibilidades.
Temo flotar en nubes falsas
y llamarte "realidad".

Agarrarte con manos invisibles y que escapes
como fugitiva de mi hambre y de mi sed
Temo tus besos de aire en los labios
que me inflen con helio en los vuelos de piel.

Viajar junto a tu forma etérea
rumbo al sueño indespertable del placer.
Busco en tus caricias las respuestas
pero más preguntas elevan las fronteras de entender.


Escrito en Starbucks de Condado a las 12:30 am por Ketshándrivel Bermúdez y Iva Yates. ¡Adivinen quién escribió qué!



jueves, mayo 11, 2006

Claridad

He tenido el gran honor y privilegio de ser escogida en una serie sobre Literatura Urbana que salió publicada hoy en Claridad. Los invito a que conozcan al coleccionista, uno de los mejores personajes que he creado en : Uñas color vino. También pueden leer sobre la Ciudad de las Gárgolas de Yolanda Arroyo Pizarro, entender que comprende la ciudad en Urbe, qué quiere decir ciudad de Marioantonio Rosa, y escuchar los ruidos en los Semáforos y paradas desde mi rincón santurcino de Ana María Fuster. ¡Placenteras lecturas!



Uñas color vino


Cierra la puerta. Siente gran satisfacción por las piezas que ha acumulado en su colección. Todas son divinas y le provocan un placer exuberante. Quiere tenerlas siempre cerca pero sabe que es imposible. Decide regresar al cuarto donde lo espera su última dama. Sabe que a las mujeres les gusta que les abran las puertas, paguen la cuenta luego de la cena, las lleven a su casa sin esperar ir más allá del beso de despedida, por más liberadas que se encuentren. Quizás por esto es que ella quiere hacerle el amor, porque no la ha presionado. ¡Casi le ha suplicado! Pero él es un caballero y los caballeros esperan el momento adecuado.

* * *

La primera vez que la vio, tenía unas sandalias doradas con brillo en las tiras; las uñas pintadas de vino resaltaban su tez blanquísima. El tamaño era ideal - 71/2. Cuando sus ojos se posaron sobre semejante belleza, supo que no podría resistirse. Le habló, fingiendo interés en ella pero en su mente se conservaba la imagen de esas extremidades que lo incitaban a pensar en las distintas formas de adularlos. Le hubiese gustado darles un masaje pero hubiese sido una imprudencia de su parte.

Luego de varias citas a restaurantes costosos y elegantes, a tomar cocteles en barras de hoteles entendió que la mujer, la persona, le gustaba demasiado. Tenía gracia, don de palabra y un erotismo refinado que le saltaba por los poros. En otras ocasiones había podido mantener distancia entre su objetivo – hacer suyos los pies – y la persona a los que pertenecían, pero con Karim sentía que quizás había llegado a su límite. Quizás, tendría que dejar estas piezas fuera de su colección. No obstante, en las noches los pies de ella con sus uñas color vino irrumpían en sus sueños. Daba vueltas en la cama, sudaba frío. Hasta que no aguantó más y la invitó a salir una vez más. De ahí en adelante, tuvo que seguir el camino ya trazado.

Sin embargo, la duda persistía y lo perseguía como el humo del incienso que quemaba en su casa. Lo asaltaba en los momentos más inesperados, al hacer la compra en el supermercado, sentado en el inodoro, de camino al trabajo. Veía las sandalias doradas, los pies, las uñas y ese color como de sangre pulsante. Ya la había invitado a su hogar, su santuario, para una cena que él mismo prepararía. No había marcha atrás.

Ese día, había puesto todo en orden, no que fuese de otra manera cualquier otro día. Siempre ha sido muy meticuloso con el aseo del hogar. Al entrar a su casa, Karim se mostró sorprendida. Jamás pensó que un hombre pudiese tener tan buen gusto. Las paredes estaban adornadas con pinturas de artistas contemporáneos, explosiones de color que resaltaban grandemente sobre las paredes crema. También había pinturas que ella reconocía, una de Kandinsky y otra de Baselitz, aunque dudaba que fuesen originales. La sorprendieron los muebles de cuero marrón, no el negro estándar de muchos hombres solteros. Más aún, reconoció artefactos que parecían ser recuerdos de viaje, como la matryoshka que se encontraba en una de las esquinas de la sala.

Él preparó una exquisitez que aprendió en uno de tantos viajes a la Bretaña – tartiflette, una mezcla quizás un poco pesada de papas, tocineta, créme fraiche y queso Reblochon gratinado. Ella jamás había conocido a un hombre tan refinado, mucho menos uno que supiese cocinar una tarta francesa. Él sólo observaba sus pies atrapados en las sandalias negras. Y el color, el color pulsaba bajo la mesa. El tope de cristal era el marco perfecto a través del cual podía disfrutar la cercanía de esas extremidades que tanto le apasionaban.

En sus viajes por él mundo, siempre observaba los zapatos que las mujeres usaban, con tristeza en climas fríos donde se escondían por largo tiempo, y con lujuria en los climas cálidos donde se usaban sandalias. Para él, este era el complemento perfecto para un pie hermoso. Así, podía apreciar la forma de los dedos, las curvas creadas por los huesos, las partes suaves y carnosas de las extremidades.

Considera que no hay uno feo, salvo los que no son muy cuidados por sus dueñas. Ver un pie maltratado es una ofensa. Debiera existir un castigo para esas mujeres, musitó, quizás una cárcel especial donde les enseñaran lo fácil que es sumergir los pies en agua caliente, sacar la piel ajada frotando una limpiadora abrasiva y granulada de azúcar morena, usar una piedra pómez para suavizar las partes que han quedado muy duras y terminar de pulir la piel con una loción de menta. ¿Cuán difícil es?, pensó. Unos minutos todos los días harían que el mundo estuviese lleno de pies hermosos. Quisiera castigarlas a todas por su maltrato, por usar tacones altos que los deforman, por dejarlos al aire libre sin tan siquiera preocuparse de que se vean bien ante el mundo que los observa.

* * *

En la recámara, Karim yace sobre la cama. No le intimidan las gárgolas en las esquinas superiores, las sábanas de terciopelo negro, ni las paredes pintadas de rojo oscuro e intenso. Se ha quitado las sandalias y el traje negro que llevaba puesto. Su busto estaba acorralado en un brassiere negro de encajes. Sus panties parecían pantalones muy cortos; hacían conjunto con el brassiere. Sus uñas llevan el mismo color vino con el que los vio la primera vez. Las observa con más detenimiento y se da cuenta de que es el mismo color de las paredes. Él se sonríe.

Los pies claman por la atención del hombre, pero antes sabe que debe atar los brazos de Karim en el cabecero de la cama.

- ¿Vamos a jugar? – ella pregunta en un tono coqueto y seductor.
- Sí, vamos a jugar a los piecitos.
- Nunca he jugado eso…
- Ya verás como te gusta – le dice, mientras comienza a acariciar los pies.

Se acerca a ellos, ignorando a la mujer. Los manosea con lascivia. La lujuria se apodera de él e introduce el dedo más grande en la boca. En otras circunstancias, lo hubiese limpiado con delicadeza, quizás hasta les hubiese hecho una minipedicura, pero no podía controlarse. Hala a la mujer hacia abajo, sus brazos quedan estirados, sus pies más allá del borde de la cama. Toma ambos pies con fuerza, une las plantas para formar una ranura estrecha, saca su pene y lo clava en el surco artificial que ha creado. Hace esto una y otra vez, ignorando los gemidos de la mujer, hasta que culmina en éxtasis.

Mientras él se dispone a sacar el cuchillo del gavetero, Karim se zafa de los amarres y se sienta sobre la cama con sigilo. Él está ensimismado, buscando la nevera que había escondido con antelación en otra parte de la casa. Ella comienza a autogratificarse; tanta excitación ha provocado que sus panties estén empapados y eso la estimula. Cuando él regresa, queda petrificado. Karim se encuentra a punto de lograr “la pequeña muerte” francesa. Se acerca a observarla, soltando el cuchillo y la nevera que traía, como si fuese un espécimen que necesita estudiar por su rareza. Ella se desploma y él se dedica a mirarla, extrañado.

Karim le hace señas con el dedo para que se acerque. Él lo hace a tientas, sin saber que esperar.

- ¿Realmente quieres usar ese cuchillo? Mis pies podrían ser tuyos cuando quisieras…- le dice Karim, atreviéndose a rozarle el rostro con la mano. Él no sabe como responder. Ella se le acerca; un beso en los labios sella el pacto irrevocable.

viernes, mayo 05, 2006

La búsqueda interminable del yo

Son pocas las veces que uno puede ver el viento. Claro, todos creen que el viento es invisible aunque perceptible por su fuerza, su frescura. Sin embargo, hay veces en que uno lo puede oler porque trae sabor a mar; otras, percibimos su violencia, especialmente cuando viene acompañado de la lluvia. Pero hoy, hoy lo veo. Se lleva las nubes de por medio a 300 millas por hora; las nubes que son las que hacen posible este milagro.

Estaba sentada en el avión que me llevaba en un viaje un tanto inesperado. Cinco días en París. Sola. Siempre pensé que iría acompañada de algún ser querido y no me refiero a alguien de mi familia. Un novio, un amante, un esposo. No poseo de alguno de esos, ni novio, ni esposo, tan siquiera un amante que esconda los secretos de nuestras noches juntos. En cambio, tengo una familia numerosa con la que vivo. Somos demasiados en una casa que sólo debiera tener a cuatro personas. Ahora carga siete, más los animales, nueve. Mucha gente en poco espacio.

El caos de la casa me perseguía al trabajo, un periódico de negocios nacional, donde el día se iba apagando fuegos, haciendo y recibiendo llamadas, escribiendo y contestando correos electrónicos, buscando información para redactar artículos sin muchas veces encontrar el tiempo para redactarlos. De la oficina, pasaba a la universidad dos veces en semana, para completar el grado de maestría que me calificará como escritora. Ciertamente, no tenía tiempo para pensar en nada que no fuese el trabajo, la familia y los estudios. La paz me eludía.

¿Y yo qué? ¿Dónde encontraba el espacio para el silencio, ese que ayuda a purificar el alma, clarificar intenciones, sosegar las angustias? Para ese no había tiempo. En cambio, sobraba tiempo para resolver los problemas de los demás, para hacer tareas de la universidad, para trabajar horas extras sin remuneración, para olvidar mi vida social. Día tras día, me ahogaba en el mar de las responsabilidades que se acumulaban, que irrumpían en mi vida como olas y se iban de forma repentina, sólo para ser sustituidos por otras olas, otras necesidades.

No vivía. Subsistía. Las cosas que antes eran placenteras, como leer, escribir, salir a comer con los amigos, ir al cine, las había echado a un lado. Me había convertido en una persona que no era, alguien que parecía más máquina que ser humano, sumida en las cotidianidades sin permitirle respirar al "yo" que siempre se lleva dentro. Decidí rescatarlo poco a poco. Los domingos iba a un café a pasar el día. Cierto, estaba estudiando y me rodeaban millares de desconocidos. Pero al menos, nadie me molestaba y mi imaginación podía volar, aunque fuese por unas horitas a la semana.

Pero esos días en el café una vez a la semana no eran suficiente. Y el trabajo era una fuente de tensión continua. Al fin pude ver que no podía seguir así. Algo tenía que cambiar. Mi jefa me ayudó a tomar la decisión. Decidí que ya era hora de recuperar el yo perdido. Dos semanas después de esa revelación, renuncié al periódico sin tener otro trabajo alineado.

Un día después de mi último día de trabajo, salí en el avión que me dejó ver el viento. El mismo que me cargó en una nube hasta París. Al llegar al hotel Caulaincourt, sucumbí al cansancio provocado por el cambio de hora, las largas horas enclaustrada en un avión, el estrés que llevaba meses corroyéndome. Dormí y desperté para ir a comer a un restaurante de comida asiática cerca del hotel. Caminé por las calles, sin comprender lo que la gente hablaba; observé que las luces no son tan brillantes en Montmartre de noche.

Regresé al hotel para continuar el ritual de desprendimiento. Encontré en el televisor una película en francés que no entendía. Sin embargo, no podía despegarme de la pantalla. Me gusta pensar que era una historia de amor imposible porque uno de ellos estaba enfermo en el hospital. No recuerdo exactamente lo que creo que sucedió pero sé que hablaban de mí en esa película. Lo sé.

Al día siguiente, decidí revisitar algunos sitios: les Jardines de Tuileries, les Champs-Elysées, Pont Neuf. Compré una crepa de Nutella en un carro rojo al terminar las Tullerías, utilizando mi francés incomprensible. Había parado en ese mismo carro en mi viaje del año anterior y me invadieron los recuerdos de esos días de primavera. Esta vez hacía más frío, pero la crepa sabía igual de rica que siempre.

Llevaba un libro que había querido leer hace mucho tiempo y, por falta de tiempo, no lo había podido tocar. Me senté en un banco al cruzar la Plaza de la Concordia, justo antes de entrar a los Campos Eliseos. Saqué el libro de mi bolso y, bajo la luz de la tarde fresca, la brisa decidió revolcar mis cabellos. Comencé a respirar paz nuevamente. Y leí.

Foto: París en primavera, abril 2004.